En ocasión de la celebración del cuarto centenario de su nacimiento, escribí un artículo sobre Calderón de la Barca títulado Calderón, el maldito. Llamaba la atención en él sobre la situación algo postrada de este clásico de nuestras letras que nunca parece encontrar el tiempo oportuno para su verdadera recepción entre nosotros. La llamada de atención fue enseguida atendida, y fueron bastantes calderonianos convencidos que me escribieron o me alentaron a que prosiguiera mi personal campaña a favor de este príncipe de nuestras letras que, al modo del Segismundo de La vida es sueño, pasa constantemente de su carácter de príncipe reconocido a la de prisionero (prisionero en las fauces terribles del olvido y la incomprensión). Falta todavía un convencimiento público en relación a la posible vigencia y vitalidad de un teatro del que, casi de forma exclusiva, se han filtrado una docena de obras del cuerpo ingente que nos legó. Formo parte ya del pequeño club de amigos del dramaturgo, convencidos de que su lugar en el contexto de nuestra cultura, y de cualquier cultura, debería ser mucho más preeminente. O de que puede perfectamente competir en lides de Literatura Universal con lo mejor del teatro griego e isabelino.
Edición de 2001
Editorial: Ediciones Omega
